martes, 23 de mayo de 2017

El Susurro de la Arena: Prólogo


 Si alguna vez te arrepentiste de lo que hiciste, es que no escogiste bien. Aprende, experimenta, prueba, pero nunca, NUNCA, hagas algo de lo que te puedas arrepentir. Y si lo haces, míralo como una experiencia, un experimento, y no un motivo para arrepentirse y tirar todo lo bueno por la borda. Demasiadas almas hay ya corrompidas por los fantasmas del pasado, como para que sigas cayendo en la oscuridad. 

Levanta la cabeza, endurece el alma, protege tu corazón, pero no te cierres. Recuerda, que las barreras que creemos que nos protegen de los demás, en realidad nos encierran y nos alejan de nosotros mismos.

Nunca te rindas, persigue tus sueños, lucha, convierte tanto tu cuerpo como tu mente en un arma, transforma tus debilidades en tu fuerza, protege a los que no pueden protegerse a sí mismos, y, por encima de todo, no olvides quién realmente eres, por muchos papeles que interpretes. si alguna vez sientes que ya no sabes quién eres, será el momento en el que todo haya cambiado, el momento de empezar el viaje, de partir en busca de tu yo. Encuéntrate, aunque sea en las profundidades de la negrura, para resurgir como el ave fénix que resurge de las cenizas. Que ella te ayude en tu viaje, y nunca, nunca, pierdas la esperanza. 

Palabra por palabra, frase por frase, todas las noches recuerdos las últimas palabras de una persona muy querida para mí. Es el único recuerdo que conservo de ella y no pienso olvidarlo jamás. Esa oración es lo que me ha salvado tantas veces de la desesperación y lo que me ha llevado a ser lo que hoy en día soy. 

No soy un hombre amable, no soy un hombre cálido. A decir verdad, ni siquiera soy un hombre. Solo soy un chico con la vida destrozada, que consigue sobreponerse. Cada parte de mi cuerpo atestigua ese dolor, cada marca en mi piel narra esa historia incompleta, pues aún me queda mucho por vivir. Cada día me levanto con el dolor instaurado en mi alma, y cada día sigo adelante, transformando ese dolor, esa oscuridad, usándolo para darme fuerza. 

Hace ya casi once años desde la muerte de mi madre, allá, a manos de un sucio bastardo que se creyó con derecho a hacer con ella lo que quisiera. La dejó allí, abandonada, dejando que se consumiera en mitad del bosque, nuestro bosque. 

No era el primero que entraba en el bosque a buscarnos. Sé que lo que más anhelan los niños del mundo exterior es penetrar en el bosque y hallar a la hermosa muchacha de cabellos y ojos de miel, para llevársela a lo que ellos llaman civilización.  

Jamás lo lograrán, eso lo sé, porque esa hermosa muchacha murió entre mis brazos. 

LA mujer que me salvó de la muerte. No era mi madre, pero era lo más cercano a una madre que tuve jamás. Ella me recogió cuando me abandonaron, en una tierra remota de la que nadie a oído hablar. Estaba medio muerto, tiritando. Un bebé en medio de una casa destrozada al pie del bosque.  

Ella me cuidó, me enseñó, me alimentó y me educó. Fue mi madre, mi hermana, mi amiga. Solos, ella y yo pasábamos el tiempo. No había nadie más en nuestro bosque. Antes, me contaba en las largas noches de invierno, aquí había habitado un pueblo muy sabio, llamados los Valiun. Pero ya no estaban allí, decía con tristeza, los Valiun se fueron en busca de territorios más cálidos, en busca de nuevos bosques, nuevos valles. Ella fue la única que se quedó. Amaba tanto a su bosque, que nadie fue capaz de convencerla. 

Y sin ella, aquel bosque, que siempre había sido hermoso, cálido, alegre, se convirtió en el peor de los abismos. La música dejó de sonar, el viento comenzó a aullar, y cada rincón me recordaba a ella. El sol ya no brillaba. Solo, joven y triste, vagué durante días por el bosque. 

El día que me dispuse a partir, volvió la música. Habían pasado dos años desde su muerte. En esos dos años, había aprendido a sobrellevar el dolor, a vivir con él. Había madurado, me había fortalecido, había llorado y pensado mucho. Era hora de dejar ir, de buscar mi camino, de vivir, aunque fuese sin ella. 

La más triste canción élfica me acompañaba, mientras daba la espalda a mi hogar, mi bosque, y a la bella muchacha de ojos color miel, mi madre, mi hermana, que siempre estaría en mi corazón.